lunes, 26 de febrero de 2018


RELATO



LLÁMAME GILDA




 Teresa Iturriaga Osa

        Al oír el pitido cercano del tranvía, Itziar se detuvo ante el semáforo del puente Zubizuri por si venía en dirección contraria. Había llegado a Termibus desde el aeropuerto apenas hacía una hora y, en lugar de coger un taxi hasta el hogar de sus padres, prefirió recorrer la ilustre Villa de Bilbao muy despacio, a ritmo de carroza, eléctrica en la noche, divisando los majestuosos edificios de diseño en la zona de Abandoibarra. Ya estaba oscureciendo y la torre gigante de Iberdrola desafiaba al firmamento con su cuerpo de altura. Una fina lluvia resbalaba por sus hombros, subida a los tacones de una ciudad vestida de gala, infinita. Contra el desasosiego de los visitantes, el estilismo urbano imponía el buen criterio, un gusto exquisito con arquitectura de cristal, acero y titanio. Un verdadero deleite para los sentidos. Tras cruzar la avenida de raíles, subió las escaleras de la Puerta de Isozaki y se encaminó hacia su casa bajo los tilos de la Alameda de Mazarredo. Observó el horizonte, <<Ya queda menos>>, pensó al divisar la inconfundible fachada amarilla, que saludaba al gris del cielo con la cortesía de un sombrero. En un extremo de la calle, el Guggen brillaba como un diamante. Pura magia. Resplandor sin caída.

        En cuanto llegó al portal, Itziar tocó el timbre del tercero, y al instante, una voz que parecía estar esperándola, contestó. <<¿Quién es?>>. Su respuesta en el portero automático no se hizo esperar. <<Soy yo, ama, abre>>. Y al girar el pomo de la puerta, se detuvo el tiempo y entró en la gruta del recuerdo. Porque ya se olía a hierba y a rocío, se mezclaban antiguos sabores de cocina, algodones de azúcar de feria, fragancias de jabón, colonias de niñez. Cerró los ojos, los abrió una y otra vez con la impaciencia de un potrillo. Una luz con brío de txistu y tamboril penetraba en ella, anunciando la intensidad. Tenía tantas ganas de volver que la noche antes del viaje soñó que estaba sentada en el rellano, agarrada a la crin de la escalera, mientras sentía hervir el ascensor, relinchar su cuerda en llamas. Había vibrado un violín, el timbre atento, dressage de pura sangre con tarjeta de visita. Un asiento blanco avivaba arterias, bombeaba fibra, fieltro, arena y pista. Le subía por las plantas una presencia que se lamía en remolino con textura... encajaba el carrusel de las damas y a su piel le estallaban los circuitos. En el sueño dio unos pasos y la doble puerta abrió sus hojas como un abrazo de siglos, a cámara lenta estiró su espalda la vida. Por fin era la hora, bienvenido el armisticio, de regreso sana y salva, un te-espero-a-la-salida... Un por-fin-llegas-a-casa. Los ojos enloquecieron de viento y lágrimas al sonar su cita etérea. Y una mujer cómplice de ojos verdes sacudió un mágico mantel sin protocolo del brazo de su madre, al tiempo que la distraía, saludaba a las vecinas, hablaba tibio. Alto el fuego abajo, contra el torso y la rejilla, paso, trote y galope se fundieron en un aire inevitable, ballet de corcel, kür con música fecunda y líquida.

        Nada había cambiado en casa cuando entró en el hall y su madre la abrazó con un beso de acogida. <<¡Pero qué guapa estás, ama!, ¿cómo lo haces?>>, dijo con afecto, descargando del hombro una gran bolsa. <<Mira, te he traído un queso de Flor de Guía. ¿Te acuerdas del volcán que confundías con el Teide desde Las Canteras? Pues lo compré allí, en la tienda-bar de Casa Arturo>>, le explicó Itziar a su madre, <<y el cuajado se hace con los capullos de las flores del cardo, por eso tiene un sabor muy especial. Es todo artesanal, a ver si te gusta>>. Su madre la miró con agradecimiento y la condujo hasta el salón. De la biblioteca emergía un perfume a templo. Los ojos de aquella virgen de piedra -que había viajado con ellos desde el Mediterráneo- oteaban todos los rincones. Una tras otra, las fotografías protegidas por un cirio rojo reclamaban la presencia de la fuerza femenina como punto de arranque de los juegos familiares. <<Ya se puede apagar la vela. Está encendida desde que ha despegado tu avión>>, señaló su madre. Un destino de sueños flotaba por la estancia y hasta las llamadas de teléfono reposaban en el buzón de voz con una paz diferente a la acostumbrada. Era importante aquel encuentro, era el Día de la Madre y todos acudían a celebrar el primer domingo de mayo, una festividad tan comercial, pero a la vez, tan entrañable y simbólica.
        Pasados unos minutos, fue a su habitación y dejó la maleta sobre la cama, descorrió la cortina y abrió el balcón sin asomarse del todo para ver las plantas. Desde allí, le sorprendió la vista nocturna hacia la ría, tantos años clausurada por un edificio de usos múltiples con escaso valor estético. Ahora podía verse el monte Artxanda con su falda bordada de luces como una constelación de huertas y casitas. Cuánto le habría gustado a su aita ver el espectáculo de la ciudad antigua y moderna abrazadas desde su sillón del salón, donde se pasaba las tardes de invierno ajeno al estallido de la urbe. Era curioso distanciarse y percibir que en ese ángulo del mundo aleteaba el espíritu con la parsimonia de un reloj antiguo. La imaginación jugaba con sus rizos a enredar neuronas mientras la televisión insistía en ofrecer el paraíso.

        En su juventud, Itziar se quedaba absorta mirando a las gaviotas en su vuelo en picado hacia la ría, alcantarilla turbia de desechos industriales y domésticos, aves a la búsqueda de un poco de comida. Cómo admiraba su plumaje siempre blanco al rozar el caudal nutrido de un fango blando y ebrio de aguas fecales. <<¡Ojalá conserve así de blanco mi plumaje!>>, susurró en voz baja apoyada en la forja del balcón, mientras se fumaba un cigarrillo. Recordaba el poema titulado Muy lejos de Blas de Otero, con el que atacaba sin tapujos la brutal opresión, la pobreza y la hipocresía social del Bilbao de mediados del siglo pasado: <<...Laboriosa ciudad, salmo de fábricas/ donde el hombre maldice mientras rezan/ los presidentes de Consejo: oh altos/ hornos, infiernos hondos en la niebla>>. Pero las almas de barro -como el poeta calificaba a los bilbaínos- salieron de sus casas negras y se vistieron de un rojo optimista, porque roja es la sangre, roja es la vida, rojas son las ondas del amor desde el parto hasta la muerte. Y de aquel lugar degradado por el hollín de las fábricas, los astilleros, mercancías, y sumido en mil batallas de chapas y tornillos, resurgió una ciudad hecha con voluntad, dignidad y trabajo. Como decía la canción... ¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón. Porque al cabo de los años, Itziar se daba cuenta de lo importante. Para ella, vivir consistía en inflamar de amor el corazón todos los días, como abeja que endulza sin descanso las despensas del invierno en el calor del estío. Por eso atendía a los mendigos, esos habitantes sin futuro, seres descuidados de las galerías de una ciudad. Ella creía que quien había vivido la soledad en la cabecera de su cama, sin duda, se hacía compasivo.

        Regresar a casa era así de sencillo. Y así de cósmico. Grande y pequeño como una sonrisa. Era ley de vida: los hijos debían volar del nido. Irse y regresar era fortalecer y entrenar sus alas... aunque en muchas ocasiones, la nostalgia le gritara al corazón. También su alma de madre añoraba la presencia de sus hijas en la lejanía... Esos días sensibles, como salpicando cascadas, le llegaban sonidos desde otra dimensión. Entonces, impulsada por un instinto, los oídos espigaban su vértice hacia el cielo a la espera de señales, los cabellos viraban sus poros como velas siguiendo la rueda del timón con los cambios electromagnéticos… Una colina donde doce árboles crecían sin cesar de bancal en bancal y se escuchaba el crujido de las yemas. Un sol elbano con aroma de salvia y de romero marino. Un crisol de perfumes con abejas y luciérnagas, que llenaban las despensas de miel y luz en su orden frenético mientras las jaras tejían su seda. Sí, cuando Itziar expandía sus antenas de larga frecuencia, arrastraban una marea crecida de melodías, una selva de conchas, arena, flautas de pan y hasta briznas de hierba de la cordillera andina. Hubo un tiempo en que los mensajes le hablaban del mar Caribe sobre un velero chiquito y tierno como un perezoso flotando a la deriva. También le lavaron la cara los dioses con agua de manantial y nieve de siglos al ritmo del balido de las llamas del Sajama. Allá una madre reunía a su ganado mientras besaba los tatuajes de su hijo. Se interrogaba entonces. ¿Cómo se abrazarían? ¿Cuándo regresarían las aves del lenguaje con noticias de feliz sobresalto? Ya iban lloviendo agua con su palpitar acurrucado en las nubes, pronto su espacio sería día.

        Pasaron los días entre claros y nubes. Un espeso gris celeste castigaba la retina. Sin embargo, aquel sábado ella quiso darle la vuelta al amanecer, vestirse con el traje indestructible de utopía, confianza y riesgo necesario para el ser... aunque hasta el desayuno protestó con esa decepción del alma que a veces muestran las tostadas al caerse de bruces contra el suelo. El cartero había pasado a primera hora de la mañana y no había dejado ninguna carta con olor a hombre en su buzón. Tampoco eso la desanimó en el empeño de seguir luchando por lo que creía. Era testaruda cuando amaba, muy testaruda, sí señor. Y es que era mejor vivir así, sin techo y sin papeles, a galope sobre el caballo azul del tiempo, para que nunca la mano se despojara del aroma del café a primera hora, del jardín parisino en su recuerdo, de la esquina que un día les vio nacer.

        Después de arreglarse, salió hacia el Arenal. Había dejado de llover. El sol coqueteaba entre las nubes con guiños sin promesas. La primavera exhibía una tenacidad inusual, el polen invadía los montes. Era la temperatura perfecta para pasear. A Itziar le encantaba perderse por las calles de la Parte Vieja y ponerse morada de pintxos. Estaba radiante en plena madurez. Sin darse cuenta, la sidra la entregaba a los placeres del sabor... hasta que anegada la razón y ciega de risa, los platos de la barra se convertían en puntos difusos y una dulce niebla con olor a manzana iba iluminando el aura de su aita, regresado del más allá a presidir la lucidez de su banquete solitario. Era el momento de hacer un brindis. Un sentimiento de gratitud se columpiaba sobre ella, así que abrió su espalda cantábrica, la sonrisa se le escapaba hacia ese rostro de mar... El tintineo de sus pulseras tal vez llegaría hasta el lecho dónde dormían las orquídeas. Esperaba y soñaba. Soñaba y vivía. Eso le bastaba para ser feliz. Y nadie, nadie podría robarle esa belleza.
contra el suelo. El cartero
        Se sentía tan joven como antaño, tan enemiga de la rutina, tan torbellino de palabras... Esa mujer nunca se había dado por vencida. A pesar de sus dudas, había saltado por encima de las olas del impetuoso océano de la vida. Se miraba en el espejo de sus años, en su ascenso a la esfera de la realidad y sin miedo a la locura. Como en los viejos tiempos, todo era movimiento y vibración. No era sólo la sombra de lo que fue de niña, cuando jugaba sobre el empedrado de las plazas. Estaba recuperando una olvidada sensación. Sus lágrimas brotaron al llegar a la calle Somera, eran esencias aéreas, materia primordial de los nombres y de las cosas, musgo de aquello que se inventaba cuando reía en su adolescencia. Cuántos amigos suyos de aquel entonces no se perdieron en el corro de los años... Era hora de recobrar la juventud que aún le latía dentro. Súbitamente, se vio mirando de frente al pasado cuando sintió una mano protectora sobre su hombro. Era la vida regalando sorpresas.

  • Kaixo, no estoy muy seguro de qué te conozco, ¿pero tú no eras amiga de Miren Goikotorre? ¿No te llamarás Itziar por casualidad?
  • Pues va a ser que no, me parece que te has confundido de persona... Dicen que todos tenemos un doble en algún sitio... Yo sólo estoy de paso, vivo en París.
  • Perdona... pero es que eres clavada a una chica que no veo desde hace años. A ella le gustaba mucho venir aquí a tomarse su clarete con una gilda.
  • Yo también siempre que estoy en Bilbao vengo a este bar porque me chiflan.
  • Por cierto, me llamo Jon, ¿y tú?
  • Bueno, en realidad, la gente me llama de muchas formas según el caso, aunque de joven me pusieron un nombre que aún conservo... Gilda, llámame Gilda.
  • Encantado, Gilda. Estás invitada.
  • Muchas gracias, Jon, qué amable...
  • La verdad es que tienes el nombre bien puesto por ese punto de salitre y el suave picante que me llega de ti. Eres muy femenina en tus poses. Como Rita Hayworth, pero en moderno... sin la bofetada, claro. Dios nos libre de eso.
  • Sí, es que soy un crisol -sonrió maliciosa con el triunfo de una red llena de anchoas-. Mi aita decía que somos lo que comemos y puede que tuviera algo de razón... Y ahora tengo que marcharme. Ha sido un placer conversar contigo, Jon. No dejes de darle recuerdos a Miren cuando la veas.
  • Se los daré de tu parte, descuida – nada de lo que Gilda dijera podría confundirle, él sabía que sus almas gemelas eran viejas traineras que se habían reencontrado muchas veces-. Me gustaría volverte a ver en escena. ¿Quedamos mañana?
  • No creo que pueda, Jon, ya nos vemos otro día... -pronunció ella con voz de terciopelo, acercándole el aliento y dejando caer un guante en su oído-, tenemos todo el tiempo del mundo, biotza. En esta vida o en la próxima.

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GILDAS

La gilda es el pintxo más típico del Pais Vasco. Dicen que su nombre se debe a que se empezó a elaborar allá por los años 50, coincidiendo con el estreno de la película Gilda y en Donosti le pusieron ese nombre. Verdad o mentira, lo cierto es que el nombre nos hace recordar la mítica escena en la que Rita Hayworth canta y se contonea con un genial derroche de sensualidad y sofisticación. Sutilmente Picante.

Las gildas originales son de aceituna, piparra y anchoa.

   Ingredientes:
Aceitunas sin hueso
–Anchoas en salazón
Piparras o guindillas en vinagre
–Un chorrito de aceite de oliva virgen extra


Preparación:

1.- Escurrimos bien las aceitunas, anchoas y piparras.
2.- Troceamos en dos o tres trozos las piparras.
3-. Insertamos en un palillo o palo de brocheta: aceituna, guindilla, anchoa y aceituna.
4.- Regamos con un buen chorrito de aceite de oliva.
5.- Servir como entrante acompañado de vino, txakoli, sidra, vermut o cerveza.

      

miércoles, 21 de febrero de 2018



ADIVINA QUIÉN VIENE A LEER / Blog de Sonia Rico

El ”DeLirium”de Teresa Iturriaga




 
Hoy Sandra Pérez nos presenta a una autora de prosa y poesía y la entrevista sobre su última obra “Delirium” que publicó con La vocal de Lis en Febrero de 2017.
Ella es Teresa Iturriaga Osa, una mallorquina doctora en Traducción e Interpretación que se dedica a la traducción de literatura, publicidad turística y periodismo de viajes.
Ha publicado en prensa, revistas literarias y portales digitales. Es autora y traductora de numerosas obras, relatos, poesías y novelas.
Ganadora del III certamen Internacional de poesía “El verso digital” 2008.
Una de sus obras más importantes es “Juego astral” que recoge las salidas del mundo físico y de su autora. Son relatos breves y están ilustrados por Sira Ascanio.
Delirium” es su última obra que combina relatos y poemas en perfecta armonía.
 
Sandra tiene sus poemas preferidos, como nos suele suceder cuando leemos un libro de relatos o poemas, siempre hay algunos que nos llegan más al corazón o que nos hacen pensar más.
La primera parte “De” es de relatos, le ha gustado mucho porque trata temas de actualidad, guerra, amor, vida. 
Son relatos escritos con unas notas poéticas que los convierten en textos bonitos y agradables de leer.
Su preferido es “Suite imaginaria de mujer”.
 
La segunda parte “Lirium” es de poemas. Esta parte le ha costado un poco más y algunos poemas le han llevado a leerlos y releerlos varias veces para captar la esencia de lo que Teresa pretende transmitir con ellos. Aun así ha disfrutado mucho de la lectura y algunos le han parecido preciosos como ” Hombre de cristal” y “Paradiso”

 

 -Tu último libro “Delirium” sorprende por su mezcla de narrativa y poesía. ¿Cómo tuviste la idea de combinar las dos cosas? ¿estás satisfecha con el resultado?


Me encanta el mestizaje de géneros porque yo soy una “mujer Libra” hecha de prosa y poesía.
Vivo en el espacio de la complejidad que no toca los extremos, sino que los enlaza.

Detesto las clasificaciones y los compartimentos estancos para definir a las personas de una forma simplista. “DeLirium” ha sido publicado en Barcelona por “La vocal de lis”, una editorial formada por mujeres de mentalidad avanzada. Es una joven editorial que nació con el impulso femenino de apostar por la literatura como motor de cambio. Y en cuanto conocí a su editora Imma Domenech y a su equipo, supe que depositaban su confianza en mi proyecto y todo fue desarrollándose con un diálogo transparente y profesional. Siempre digo que en el mundo de la edición hay muchos vendedores de humo que traicionan el espíritu de la palabra; por eso, encontrar gente creativa, seria y trabajadora, es una gran suerte.

-Hablemos de poesía ¿crees que está de actualidad? O, al contrario, ¿piensas qué es un género más propio de otra época? ¿Crees que la gente joven la lee o prefiere otro tipo de literatura?


Nunca he enfocado la poesía hacia un público concreto. La edad, la condición sexual, los gustos sociales… son parámetros que tienen que ver con el tiempo y el espacio, pero la poesía pertenece a otra dimensión que está más allá. Yo escribo poesía desde los quince años y me moriré con un poema en los labios. Sentir la poesía no depende tanto de los conocimientos ni de las valoraciones de la mente racional, sino de la propia vivencia, sensibilidad y agudeza emocional compartida entre el autor y el lector. Experiencia silenciosa e inasible que nos sitúa en un nivel de frecuencia vibratoria en sintonía.

No se puede desentrañar el secreto oculto del poeta sin rozar el misterio que apunta.

La poesía nos invita a navegar juntos en ese sueño. Descifrarlo será labor de cada uno.

-En tus poemas no sigues un patrón, hay poemas cortos y otros más largos; ¿no sigues unas pautas normalmente? ¿o depende de lo inspirada que estés con el tema?


Mi escritura literaria es un acto creativo que fluye con un ritmo nada medido, cuadriculado, obsesivo. Más bien, le gobierna un desorden regido por la improvisación y el azar de la luz, que a su capricho enfoca uno u otro objeto según el grado de intensidad del día. Entonces, al pasar a su lado, la materia elegida gime y pide su turno de presencia.

Así comienza el proceso, inspirado en una grieta, o un plato roto, esmalte, azulejo abandonado, una arruga de mantel, los flecos deshilachados de las cortinas, un pañuelo firmado con dos gotas de colonia, un resto de carmín exhibiendo sus manchas insistentes sobre el alma o, quién sabe, hasta una copa sucia y olvidada en un armario rebosante de vacío.
 

-Dedicas algunos de tus poemas a Maite, a María… ¿son personajes reales o ficticios?


María y Maite son mis hijas. Dos preciosidades por dentro y por fuera, mujeres de verdad que van por el mundo esforzándose en hacer realidad sus sueños. Para mí son grandes maestras, porque sus experiencias enriquecen mi camino. Creo que entre padres e hijos debe establecerse una relación de aprendizaje en ambas direcciones. Yo no concibo la vida sin mariposas en la frente y con ellas sobrevuelo el paraíso, por eso les dedico mis poemas más sentidos desde lo alto.

-El poema “Por una arena negra” lo dedicas a Góngora; ¿es un autor que te marcó de alguna manera especial?

Góngora es la palabra precisa que encuentra el equilibrio entre el fondo y la forma poética.

Su musicalidad fonética se adhiere a la honda emoción que su léxico expresa. Por eso es uno de los poetas que más me ha costado traducir. Hay que sacrificar siempre algo de su idiolecto en el transvase a otra lengua porque es imposible ser tan perfecto como él. La arena negra lleva en su esencia el roce del fondo atlántico, magma petrificado y sacudido por el tiempo marino. Y quien se tumba al sol de las playas salvajes de Canarias sabe muy bien lo que se siente al susurrar su voz.

¡Gracias Teresa!
Por Sonia Rico

 

jueves, 8 de febrero de 2018






 
 
Tú, paz de mis horas



        Esta noche.

                            Sí.

        Esta noche sólo puedo decirte

                                   cuánto me faltas.



        Porque a veces me aprieta la vida 

                                  y grito 

         ahogada en un foulard de seda,

disimulando la pena, 

la rabia de no tenerte conmigo

                  al resbalar las luces del alba,

bañada en el recuerdo de tu risa 

                                     anudada a mi pelo.



        , palmera que tiemblas con llanto blanco.

Tú, estrella que me guías por los encajes azules.

Tú, silencio sembrado de misterio, 

                  te acurrucas ahora en las flores de febrero.

Tú,

     delirio sin fuga,

                me enciendes la chispa  

                                            del destino más limpio.



        Paz de mis horas, bálsamo de mi locura, 

como un ángel acaricias este lamento adherido a mis ojos.

Y lo esparces libremente por el cosmos 

                       con tus manos marineras, siempre benditas.


 


 

Poema / Fotos: Teresa Iturriaga Osa